El molinero analfabeto.
A los ocho años, al pequeño Ramón lo
sacaron de la escuela, le dijeron que ya era un hombre y lo pusieron a ganarse el
pan. Empezó ayudando en el campo a sus hermanos, acarreando agua para la casa y
dando de comer a los animales, hasta que a los once entró de aprendiz en el
molino del camino de las cigarras. La guerra hizo peligrosos aquellos pocos
kilómetros que lo separaban de su familia, y el niño dormía con un cuchillo
escondido entre la paja del jergón, aterrado ante la idea de que unos u otros
lo asaltaran para robarle las fanegas de trigo que custodiaba. Con el padre en
la cárcel y los mayores en el frente, Ramón se convirtió en el cabeza de
familia, y así sería hasta el final de sus días después de que ninguno de
ellos regresara.
El aprendiz ascendió a ayudante y consiguió
un puesto en la vieja fábrica de harinas del pueblo. Cuando se casó con su
adorada Eladia, era el orgulloso segundo molinero de toda la factoría. Cada día,
al volver del turno, Ramón sentaba en sus rodillas a los pequeños, que
empezaban a ir al colegio y repasaba con ellos la lección. Al principio, les
hacía cantar lo aprendido hasta que no hubiera duda de que se lo sabían. Con el
tiempo, eran ellos los que se lo repetían hasta que estaban seguros de que el
padre no lo olvidaba.
Llegaron los años sesenta y Ramón contempló
estupefacto cómo sus hijas se teñían el pelo y se encaramaban a minifaldas imposibles,
mientras sus hijos abandonaban los estudios que tanto le enorgullecían para
buscar trabajos bien pagados en la ciudad. Al poco, él también los siguió;
abandonó con todo el dolor de su corazón su hermosa huerta y su burrita canosa, cargó
unos pocos muebles y un montón de libros en la destartalada furgoneta de su
cuñado y así llegaron, entre las lágrimas de Eladia, a aquel tercer piso de
arrabal en el que pasarían el resto de sus vidas.
Todo su diminuto mundo se concentraba
en apenas una manzana: la nueva harinera, las casas de los obreros, la capilla,
el economato y el internado de los frailes cuyas ventanas daban justo enfrente
de la pequeña terraza de Ramón. Allí el molinero se sentaba cada tarde a repasar
sus manoseados libros y algunas revistas, acompañado en cierto modo por los
estudiantes del colegio. Ajustaba su horario a los de ellos y Eladia sabía que no
podía servir la cena hasta que los chiquillos desaparecían para acudir,
suponía, al comedor.
Entonces, llegó la huelga. Ramón
con la funda arremangada y el sudor de la ira cayéndole en churretes por el rostro,
encabezó el comité. Conocía sus derechos y no iba a salir de allí sin haberlos
conseguido, para él y para todos sus compañeros. El dueño lo recibió entre
carcajadas, y después de escucharlo con indiferencia respondió que no atendería
las razones de un molinero analfabeto. El día en que los trabajadores ganaron el
pleito en el juzgado, Ramón estrechó la mano del patrón para sellar el acuerdo
y musitó: “nunca debió contratar a un analfabeto que lee”.
Con los años, la terraza frente al
internado comenzó a llenarse de nietos. Cuando no llegaba ni al sillón de
mimbre en el que él se sentaba, me ponía sobre sus rodillas y juntos
recitábamos pasajes del Tenorio y de La vida es sueño, dibujábamos los ríos de
España o inventábamos cuentos que hacían reír a mi abuela Eladia.
Ramón se jubiló un verano radiante,
un par de años antes de lo que le tocaba. El polvo de la harina había minado
sus pulmones y arrastraba dos operaciones de cadera con un bastón como recuerdo,
que ya no le permitía trepar por las escaleras del silo. Al día siguiente, cuando
amaneció en su cama a las cinco de la madrugada como de costumbre, sin ningún
lugar al que acudir, decidió que esa misma mañana se matricularía en la Universidad.
No fue tan fácil: sin certificado
de estudios alguno, tuvo que pasar exámenes y pruebas de acceso con las que no
contaba. Pero lo consiguió, con esfuerzo y tesón, y durante varios cursos, siempre
puntual, Eladia le planchaba la camisa de diario mientras él desayunaba, le
metía los libros y un cuaderno de anillas en el mismo zurrón en el que le había
guardado durante años el almuerzo, y desde la terraza veía partir a Ramón,
renqueante y orgulloso, camino de la Facultad. Los días de buen tiempo no era difícil
encontrarlo sentado en un banco en el campus, con una legión de jovenzuelos admiradores
a sus pies, que le llamaban “Don Ramón”, le ayudaban con los ejercicios y se lo
rifaban en los trabajos de grupo.
Cuando los años y la enfermedad lo postraron,
nos pidió que colgáramos frente a su cama articulada el diploma de maestro. Era
lo primero que veía al despertar cuando le incorporaban, y cada vez que alguien
lo visitaba, se lo señalaba con una mano mientras murmuraba entre dientes, con
la poca movilidad que el párkinson le permitía: “mira a dónde ha llegado el
molinero analfabeto…”.
Y sonreía.
*Relato finalista del concurso #SueñosdeGloria de Zenda.
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