Eladia.
Cuando
Eladia tenía once años, su padre le advirtió que no fuera a la escuela
por el camino de las cigarras, que había un muerto en la cuneta. Al día
siguiente ya ni siquiera abrió la escuela, y a ella la metieron de rolla en casa de
don Armando, el boticario, pese a la guerra.
En
aquel pueblo de Tierra de Campos no vieron al ejército, pero sí hubo
sacas, presos y huídos. En la cuadra de su familia, emparedado en un
pequeño hueco de tablones tapado con estiércol, su padre mantuvo
escondido a un pobre hombre que llegó a la
granja exhausto y malherido. Lo curaron como pudieron, con los
conocimientos simples de la gente del campo, repartieron con él su
escasa comida y, cuando pasados unos meses recuperó las fuerzas,
reemprendió la fuga una noche sin luna, sin despedirse ni
comprometerles.
La
paz llegó como pasó la guerra, sin ruido apenas, y las misas, las
mantillas, los desfiles y las cartillas de racionamiento se abrieron
paso sin dramas en un pueblo acostumbrado a obedecer. En esos años,
Eladia se enamoró de un joven guapo y trabajador, pero con un carácter
de mil demonios. "Paciencia te doy, hija mía", le dijo su suegra el día
de la boda, "porque no sabes el genio que tiene".
Ambos
trabajaron de sol a sol, en la fábrica de harinas por las mañanas y en
la huerta por la tarde. Levántandose de madrugada para dejar el puchero
al fuego antes de salir a arrancar lentejas, a regar con la mula o a
escular remolacha. Y a la noche, con las manos cortadas y el cuerpo
dolorido, Eladia cosía y remendaba a la luz de la única bombilla de la
casa, mientras paría hijos y veía morir a algunos sin tiempo para
ponerles nombre.
En
los años sesenta el éxodo rural los llevó a la ciudad. Eladia fue muy feliz en aquella
casa de arrabal a una hora y tres puentes de camino hasta el centro de
la ciudad, con agua corriente, lavadora y hasta televisión. En la pequeña capilla obrera del barrio casó a su hija, y
sobre la mesa de formica de la cocina le sirvió a su hijo la que creyó que sería su última cena, instantes antes de que llegaran a buscarlo para regresar al cuartel, un veintitrés de febrero de 1981.
Con
la democracia, todos prosperaron. Vio a sus nietos mayores graduarse en la Universidad. Crió a
los más pequeños, porque los tiempos cambiaban y las nueras trabajaban y
no podían hacerse cargo de ellos.
Eladia, desde su ventana, vio pasar la gente, las modas, el mundo.
Enviudó
mayor, y lloró y se puso de luto, y echó de menos con dolor a su único
compañero de vida, aunque cuando le preguntaban por él meneaba la cabeza
con pesar y murmuraba "hay que ver, cómo era... qué genio sacaba a
veces...".
Cuando
cumplió ochenta y ocho años, y ya no recordaba qué pastillas se había
tomado y cuáles no, pidió a sus hijos que le buscaran plaza en una
residencia de ancianos. Una bonita, con un patio fresco en el que
resguardarse del sol y un salón grande para jugar a las cartas con las
amigas. Hizo su maleta, tomó su andador, cerró la puerta con llave y se
despidió. "Coged lo que queráis", les dijo a sus nietos, "todo lo que
hay dentro siempre ha sido vuestro".
Eladia
ha vivido feliz en su residencia. Ha cambiado
el andador por una silla de ruedas y sólo le pide a la vida que le
moleste lo menos posible. Ahora
su ventana da a ese patio que tanto le gusta, que se abre al portón de entrada y desde allí a la carretera que serpentea los campos hasta el horizonte. En estos meses, sin embargo, siente que ha visto demasiado: un trasiego constante de ambulancias, tripuladas por astronautas o extraterrestres, y más coches fúnebres de los que creía que existían en esa ciudad diminuta y provinciana, cargando inumerables féretros, día tras día, cada uno de ellos albergando un amigo del que ya no podrá despedirse.
Ella, como el resto de los residentes, también se ha contagiado. Ha dado positivo, le han dicho, pero no sabe muy bien en qué. No tiene tos, ni fiebre, ni se siente cansada. También le han dicho, aunque no lo entienda, que es asintomática, pero que debe permanecer aislada en su habitación, de donde ya se llevaron hace tiempo a Sofía, su compañera, la que llegó llorando el primer día y a la que enseñó a disfrutar de aquella vida diferente y tranquila.
Nunca imaginó que cumpliría noventa y cinco años en pleno Apocalipsis, sin abrazar a sus hijos ni a sus nietos, ni que todos ellos pasarían miedo, tanto miedo como el día en el que ella cambió el camino a la escuela por no toparse con un muerto.
Ella, como el resto de los residentes, también se ha contagiado. Ha dado positivo, le han dicho, pero no sabe muy bien en qué. No tiene tos, ni fiebre, ni se siente cansada. También le han dicho, aunque no lo entienda, que es asintomática, pero que debe permanecer aislada en su habitación, de donde ya se llevaron hace tiempo a Sofía, su compañera, la que llegó llorando el primer día y a la que enseñó a disfrutar de aquella vida diferente y tranquila.
Nunca imaginó que cumpliría noventa y cinco años en pleno Apocalipsis, sin abrazar a sus hijos ni a sus nietos, ni que todos ellos pasarían miedo, tanto miedo como el día en el que ella cambió el camino a la escuela por no toparse con un muerto.
*Relato finalista del concurso #NuestrosMayores de Zenda.
Un relato muy tierno y bonito. Con lo que ha tenido que pasar a lo largo de su vida nuestros abuelos, y que ahora les toque esto. ¡Qué injusticia!
ResponderEliminarYo también participo en el concurso de Zenda con una de mis historias:
https://elpedrete2.blogspot.com/2020/05/zenda-el-ritual.html
Suerte.