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El molinero analfabeto.

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  A los ocho años, al pequeño Ramón lo sacaron de la escuela, le dijeron que ya era un hombre y lo pusieron a ganarse el pan. Empezó ayudando en el campo a sus hermanos, acarreando agua para la casa y dando de comer a los animales, hasta que a los once entró de aprendiz en el molino del camino de las cigarras. La guerra hizo peligrosos aquellos pocos kilómetros que lo separaban de su familia, y el niño dormía con un cuchillo escondido entre la paja del jergón, aterrado ante la idea de que unos u otros lo asaltaran para robarle las fanegas de trigo que custodiaba. Con el padre en la cárcel y los mayores en el frente, Ramón se convirtió en el cabeza de familia, y así sería hasta el final de sus días después de que ninguno de ellos regresara. El aprendiz ascendió a ayudante y consiguió un puesto en la vieja fábrica de harinas del pueblo. Cuando se casó con su adorada Eladia, era el orgulloso segundo molinero de toda la factoría. Cada día, al volver del turno, Ramón sentaba en sus rodill

Eladia.

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Cuando Eladia tenía once años, su padre le advirtió que no fuera a la escuela por el camino de las cigarras, que había un muerto en la cuneta. Al día siguiente ya ni siquiera abrió la escuela, y a ella la metieron de rolla en casa de don Armando, el boticario, pese a la guerra.  En aquel pueblo de Tierra de Campos no vieron al ejército, pero sí hubo sacas, presos y huídos. En la cuadra de su familia, emparedado en un pequeño hueco de tablones tapado con estiércol, su padre mantuvo escondido a un pobre hombre que llegó a la granja exhausto y malherido. Lo curaron como pudieron, con los conocimientos simples de la gente del campo, repartieron con él su escasa comida y, cuando pasados unos meses recuperó las fuerzas, reemprendió la fuga una noche sin luna, sin despedirse ni comprometerles. La paz llegó como pasó la guerra, sin ruido apenas, y las misas, las mantillas, los desfiles y las cartillas de racionamiento se abrieron paso sin dramas en un pueblo acostu